Dejemos a los hijos alguna raíz con nudo, y alguna ala sin amarre.
Seamos mucho más estrellas que cerrazón de noche. Con una cercanía que no los limite, y una supervisión que no los acorrale.
Démosles luz de tu pensamiento, más que la ira de nuestro enojo.
Démosles la serenidad de nuestra alma, más que la inquietud de nuestras dudas y temores.
Intentemos aportar soluciones, más que recriminaciones.
Démosles un espacio y un perdón, no una jaula de castigo donde sus alas solo den aletazos de rencor.
Démosles fé en sí mismos, para que solos, puedan mover sus sentimientos.
No les exijamos sobresalir; no les comparemos con nadie; no achiquemos la estima de sí mismos aunque fallen, ni les super valoremos porque acierten.
Intentemos dar sutil explicación a sus desasosiegos, y generosidad a su egoísmo
Todo lo que nos gustaría ver en ellos, démoselo con la solidez, con el alma, con el amor, con el ejemplo de vida. Démosles el reposo a su intolerancia, la calmada reflexión al atolondramiento de sus años, y razones bien fundamentadas como un detonador de justicia.
No discutamos por minuncedes, hay veces que hay que dejar pasar, o dejar pasar un poco de tiempo y dar un beso y llenar de luz.
Y dejemos también espacio para la amargura; pues cuando impulsivamente los protegemos demasiado de los errores y los peligros los privamos de aprender, de generar dominio y capacidad de decisión, y de sentirse bien.
No hay nada más educador que un adulto que sea ejemplo constante de equilibrio y sosiego emocional (permitiéndose también por supuesto equivocarse alguna vez, y saber reconocer, y pedir perdón), esto creará raíces en los menores para que los vientos, el frío, el sol y las lluvias de la vida vayan haciendo, poco a poco, su trabajo.
Texto adaptado de Zenaida Bacardí