Si algo recuerdo de mi abuela materna era las veces que me repetía que en esta vida iba a tener que esforzarme mucho si quería conseguir todo aquello que me propusiese. Me explicaba con nostalgia como ella sola había trabajado muy duro para sacar adelante a sus siete hijos, como gracias a su tesón y esfuerzo habían logrado sobrevivir.
Ahora vivimos en el otro extremo, en una sociedad con poca cultura del esfuerzo, donde el sacrificio es casi inexistente y se ha instaurado la falsa idea que nuestras metas se pueden conseguir sin esfuerzo. Nos hemos acostumbrado a que un solo clic nos acerca a casi todo lo que deseamos. Todo parece que sea asequible, inmediato, que pueda comprarse o conseguirse con facilidad. La recompensa rápida y fácil está muy presente y buscada.
Nos han hecho creer que podemos aprender idiomas, estar en perfecta forma física o conseguir mucha popularidad con muy poco trabajo y sacrificio. Las redes sociales nos acercan a un falso éxito; ese que se confunde con tener muchos likes o seguidores. Nos venden que podemos ser felices confiando únicamente en la suerte o el trabajo de terceros. En ocasiones los padres sufrimos cuando nuestros hijos se esfuerzan y no consiguen lo que se proponen. Sentimos la tentación de allanarles el camino, de resolverles los problemas, de sobreprotegerles para que no se frustren o se equivoquen. Evitamos el sufrimiento momentáneo y satisfacemos rápidamente las necesidades o caprichos para que no se enfaden o se pongan tristes.
Pero es precisamente este esfuerzo el que hace falta que eduquemos, porque necesitarán cultivarlo a lo largo de toda su vida y sin él no podrán ser realmente felices. Nuestros hijos necesitan que les expliquemos que el esfuerzo es el medio por el cual lograrán conseguir muchos de sus objetivos. Pero también necesitan que les hablemos de las derrotas, de los tropiezos, de las veces que les va a tocar volver a empezar de cero a lo largo de su vida. Que les expliquemos que no siempre van a conseguir aquello que se propongan, que será esencial no rendirse delante de las dificultades que encontrarán en el camino porque serán estos contratiempos los que les enseñen a tener paciencia y a buscar soluciones para poder superar cualquier obstáculo.
El esfuerzo, la fuerza de la voluntad debería convertirse en uno de los pilares en la educación emocional de nuestros hijos. La cultura del esfuerzo nos educa en la determinación de nuestra voluntad y la perseverancia. Fortalece nuestra tenacidad, nos enseña a ser resilientes, a asumir responsabilidades y a afrontar las adversidades con optimismo y realismo.
Educar en la cultura del esfuerzo es fomentar el ser en lugar del tener. Es enseñar que el esfuerzo continuo te acerca a los objetivos, te ayuda a evolucionar como persona y madurar. No hay nada más reconfortante en esta vida que sentir la satisfacción de que has conseguido aquello que deseabas gracias a la tenacidad y a las ganas.
¿Cómo podemos educar a nuestros hijos en la cultura del esfuerzo?
- Dándoles mil y un motivos para esforzarse, planteándoles pequeños retos diarios. Ayudándoles a identificar sus ilusiones y metas, a buscar la motivación, explicándoles que cada dificultad fortalece, que cada logro engrandece el alma. A dominar la impaciencia y la impulsividad.
- Demostrándoles a diario nuestro amor incondicional y confianza. Ofreciéndoles nuestra paciencia y afecto, valorándoles todo aquello que consiguen, empoderándoles con palabras que alienten y regalándoles el tiempo que necesitan para aprender.
- Explicándoles que la perseverancia es la virtud por la cual las otras virtudes dan su fruto, donde la práctica diaria se convierte en el mejor de los maestros. Educándoles en valores tan importantes como el respeto, el agradecimiento y la honradez.
- Educándoles desde el ejemplo con nuestra actitud ante la vida. Contagiándoles nuestra energía, optimismo, voluntad diaria por conseguir lo que deseamos. Mostrándonos perseverantes ante nuestros retos y eliminando las quejas de nuestro lenguaje.
- Explicándoles que las dificultades y los fracasos se convierten en grandes oportunidades para aprender. Enseñándoles a comprometerse con sus sueños, especialmente cuando las cosas se compliquen.
- Hablándoles del éxito bien entendido, ese que se logra esforzándose a diario, siendo valiente y apasionado. El éxito que te permite disfrutar de lo cotidiano y no está relacionado con el poseer, sino con el ser.
- Ayudándoles a gestionar las emociones correctamente, a dominar el mal humor o la tristeza cuando las cosas se tuercen. A no depender de la buena suerte sino del trabajo y el empeño.
- Enseñándoles a estar orgullosos de su esfuerzo, de sus logros diarios, de todo aquello que consiguen. A elegir los mejores aliados para recorrer el camino, personas que les hagan mejores, que remen en la misma dirección y les alienten a seguir adelante.
- Potenciándoles la autonomía, la toma de decisiones y el autoconocimiento. Enseñándoles a mirarse con respeto y realismo, a no tener la necesidad de ser perfectos o depender de las valoraciones de los demás.
- Estableciendo expectativas adecuadas hacia ellos, niveles de exigencia adecuados que les hagan sentir queridos y valorados. Reforzándoles el proceso sin centrarse únicamente en los resultados.
André Gide decía: “El secreto de mi felicidad está en no esforzarme por el placer, sino encontrar el placer en el esfuerzo”. Consigamos que nuestros hijos adquieran una autodisciplina que les posibilite perseguir todos sus sueños.
Artículo de Sonia López Iglesias, publicado en El País.