El Colillas se crío en la postguerra de una Extremadura fértil a la par que pobre y devastada. Se le inculcaron valores de trabajo esfuerzo y sacrificio y él los aliñó con una personalidad cariñosa y amable. El resultado fue una pequeña fortuna compuesta por una nutrida y unida familia y varios campos llenos de frutos y tareas agrícolas.
Como su proactividad y ganas le daban mucho de sí, también se permitía tener una rehala de perros que llevaba cuando “algún importante” le contrataba, como no podía ser de otra manera, era de las jaurías más cotizadas. Cuidaba a los animales de una manera especial, y, por supuesto, de las personas que contaban con él y con ellos.
Le conocimos sentado en su puerta de su barrio judío, una humilde pero bonita casa, de las antiguas, donde se había criado y no quería moverse, llena de flores y encanto. Íbamos un poco perdidos preguntando por una buena pradera para instalarnos y hacer vivac, y así dimos con él.
Como se levantaba muy de madrugada, siguiendo el típico horario de un cultivador, ya había acabado su vida multitarea y veía la vida pasar sentado en su puerta. Desde allí nos dedicó sin dudarlo un preciado tiempo y atención, tanto fue así que parecía no acabar nunca la conversación; nosotros encantados…
Insistía en no dejarnos dormir al raso y nos abrió las puertas de su casa campestre, una especie de masía rodeada de cerezos, almendros e higos, con un huerto lleno hortalizas que se desbordaba. Alucinando, pernoctamos allí, era como una casa rural rudimentaria, con todo lo básico y con la nevera llena, pues era, como decía él, de los que le gustaba invitar a los amigos a ensaladas, queso y vino.
Nos pasamos dos días comiendo cosas recién recolectadas y productos artesanales, visitando aquel maravilloso pueblo, hablando y empapándonos de su gente, y hablando mucho con él, con el querido Colillas, que se dejaba caer por allí o nos lo encontrábamos por el pueblo, y nos cultivaba con su simpatía y sabiduría rural. Nos encantaba escuchar sus anécdotas e historias repletas de buenos gestos, con su bonita habilidad comunicativa y su típico acento cacereño.
Al cabo de un par de días, tuvimos que continuar camino, sobrecargados, eso sí, de multitud de productos, los cuales el hombre insistió e insistió en que nos lleváramos.
Y dijimos, algún día escribiremos una lectura contando este bonito encuentro para dejar por escrito y constatar, una vez más, que hay gente que da y confía, y que lejos de ser huraña y miedosa, conecta con la vida y las personas de una manera especial. Gente que, pese a los golpes de la vida, fluye positiva, haciendo de todo esto, un lugar mejor.